El Ser se realizará en mí en la medida, en que yo cese de pretender,
por mis actitudes interiores, que lo soy ya, que mi aspecto temporal es divino.
Cuando me observo, veo que tiendo sin cesar, con todo lo que soy, a modificar mi
situación temporal. Que tienda a ello es perfectamente legítimo, es el juego
incesante y normal del principio conciliador natural que suscita todos mis
impulsos naturales. Lo que no es normal en mí, que soy hombre y no animal, es
tender hacía esta modificación de mi situación temporal con todo lo que yo soy
En efecto, tengo en mí, al lado de la tendencia a ser temporalmente, la
tendencia a ser nada más, a ser sin límites, de una manera absoluta. La primera
tendencia es limitada, la segunda prolonga la primera al infinito.
Cuando la tendencia a ser absolutamente se ejerce también en el sentido de la
modificación de mi situación temporal, ella se descarría, cae en la trampa de la
ilusión de los sentidos, comete el pecado original. Mi necesidad de ser no puede
encontrar su realización, por el contrario, sino en la plena aceptación de mi
situación temporal tal como ella es en cada instante. Yo no puedo salir, yo todo
entero, mi Ser virtual, de mi prisión temporal, más que aceptando la condición
prisionera de mi parte temporal. Se ve entonces que las dos tendencias que hay
en mí deben tener direcciones que, desde el punto de vista temporal, son
exactamente opuestas.
La tendencia temporal debe ir naturalmente hacia una modificación constante
de mi situación temporal. La tendencia hacia el Ser debe ir hacia la aceptación
entera de esta situación en cada instante. Es esta dualidad la que debo
comprender bien, bajo pena de caer sea en la reivindicación, instinto de vida
temporal sin freno, sin limites, sea en la resignación o instinto de muerte
temporal. La tendencia a modificar mi situación temporal y la tendencia a
aceptarla serían evidentemente irreconciliables si ellas debieran actuar en el
mismo plano, Pero no es así. La tendencia a modificar juega en el plano
espontáneo de mi vida pasional, ella es cronológicamente la primera.
La tendencia a aceptar juega en el plano de la reflexión consciente donde me
veo yo mismo, donde yo soy sujeto para quien mi vida pasional es objeto. Cuando
vivo sin reflexionar, el sujeto es el yo, el Ser duerme (aunque existiendo
siempre); mi deseo juega sin observador. Quiere decir entonces que lo acepto?
No. El Ser duerme, él deja hacer en su ausencia, esa no es una aceptación. Pero
cuando el Ser despierta, actúa? Es que cada vez tomo consciencia de mi deseo?
No. Todo funcionamiento de la consciencia reflexiva no es necesariamente el Ser.
Pues la pasión, sí no hago un esfuerzo interior especial, se embraga sobre mi
pensamiento y lo hace actuar. Es así, por ejemplo, que si yo condeno uno de
estos deseos de los que tomo consciencia, es que un deseo contrario y
momentáneamente más fuerte está embragado sobre mi pensamiento. Cuando el Ser
actúa, es decir, lo hace la inteligencia independiente sin el embrague de las
pasiones, ningún juicio es dirigido sobre mi deseo, mí deseo no es condenado ni
aprobado.
Lo que caracteriza esencialmente el juego del Ser es la sensación interior de
una distinción radical entre mi deseo y yo. Yo veo mi deseo como una cosa con la
que mi pensamiento no tiene nada en común. El pensamiento puro no tiene nada que
mezcle su naturaleza a la del deseo. Él es enteramente otra cosa, está sobre
otro plano, no está ni en pro ni en contra de lo que sea, simplemente es. Se
empieza entonces a ver lo que es la aceptación real. No es una aprobación, es
una distinción, una separación. Yo acepto mi deseo cuando me separo de él,
cuando yo me afirmo existiendo al lado de él, otro que él. Vamos a ver más
netamente todavía lo que es la verdadera aceptación, precisando lo que ella no
es. Cuando tomo conocimiento de mi deseo sin hacer el esfuerzo interior especial
que me hace distinto de él, estoy necesariamente vis-a-vis del deseo, ya sea en
pro o en contra de él. En este caso, acepto el obstáculo del mundo que todo
deseo encuentra virtualmente. En el conflicto donde el mundo y yo somos
adversarios, yo acepto el adversario mundo, pero no acepto el adversario yo,
porque mi condenación de mi deseo refrena su juego, lo rechaza. Yo acepto el
mundo, pero no a mí mismo. No soy imparcial, no acepto todo, Supongamos ahora
que estoy por mi deseo, Yo me acepto. Pero esta vez no acepto el
mundo-obstáculo. Yo falseo todavía el sentido del combate y me privo de sus
efectos.
En qué consiste en los dos casos la ayuda que aporta a uno de los adversarios
mi pensamiento reducido y parcial? Esta ayuda es inmensa, pues el pensamiento
lanza en uno de los platillos de la balanza la potencialidad absoluta, infinita,
que es su consecuencia. Actuando así, él no se limita a falsear parcialmente el
combate, lo vuelve nulo, introduciendo una diferencia cualitativa infinita entre
los combatientes. La verdadera aceptación simultánea de mi deseo y del
mundo-obstáculo es mi presencia arbitrando el combate sin intervenir en él. Es
una presencia indiferente al resultado; presencia distinta que, aceptando cada
uno de los adversarios con su naturaleza propia, rehúsa agregar a la
temporalidad del uno o del otro la potencialidad infinita del pensamiento a la
cual ellos no tienen ningún derecho. Esta presencia – es necesario comprenderlo
– no es una actitud interior.
En los dos casos de trampa que hemos visto: trampa de reivindicación o trampa
de resignación, había una actitud. El pensamiento subordinado por el ser
temporal y precipitado en él, tomaba allí forma descriptible, yo me portaba de
cierta manera. En la aceptación total, al contrario, donde el pensamiento es
puro, donde no hay más trampa, no hay actitud, no hay forma descriptible.
Solamente está la forma principal indescriptible que no se deja seducir a vestir
lo temporal con una máscara de absoluto. No hay, pues, actitud en la plena
aceptación. Si quisiera decir cómo soy cuando acepto totalmente, debería decir
que mi pensamiento se traduce sobre el plano temporal proyectando allí un sí y
un no simultáneos. Es como decir: yo soy otra cosa que
todo esto. Lo mismo
que este pensamiento puro tiene una proyección intelectual en lo temporal, hay
allí también una proyección afectiva. Es el sentimiento de que el hecho que
exista el combate entre mi yo temporal y el mundo-obstáculo, tal como él pueda
ser, está bien.
Para el pensamiento puro, para el Ser, poco importa quién gane, lo que
importa es que el combate sea sin trampa. En la medida en que el Ser esté
presente, él siente que el combate está bien, que está exactamente en el punto
en que tendría que estar. Es así como se debe comprender la aceptación del
destino, la certidumbre de que lo que me ocurre, sea lo que sea, es exactamente
lo que me puede ocurrir para mejor. La aceptación justa del destino no es la
aceptación de todo lo que me podrá venir en el porvenir. Eso sería
irreconciliable con la aceptación de mis deseos. La aceptación justa del destino
es la aceptación en el instante no en la duración (o si no, se recaería en la
resignación). Esto no debe sorprender porque el Ser aceptante es intemporal. Él
actúa en el instante que es el punto donde se cortan el tiempo y la eternidad.
En todo esto que precede hemos hablado de deseo sin precisar más. Pero es
necesario ahora recordar una distinción muy importante entre dos clases de
deseo. Para la primera, que llamo impulso temporal, o más simplemente Impulso,
tiendo hacia la simple realización de mi aspecto temporal, hacia la satisfacción
de mis funciones. Esto es un deseo natural, perfectamente lógico y normal. Para
la segunda clase de deseo, la que llamo
aspiración temporal, tiendo a
encontrar en lo temporal la prueba de la realización de mi Ser total. Por
ejemplo, puedo experimentar un deseo sexual simple, la necesidad de satisfacer
mi función sexual. Pero puedo experimentar el deseo del mismo acto con una mujer
apasionadamente amada, buscando allí la sensación de mi existencia divina. En el
primer caso se trata de un impulso, en el segundo de una aspiración temporal.
0 bien, puedo tener simplemente hambre (y es un impulso), pero puedo también,
siendo muy pobre, reivindicar una de esas comidas que yo veo que otros disfrutan
(y eso es una aspiración temporal). El Ser no aprueba más el impulso que la
aspiración temporal. No es propio del Ser aprobar o desaprobar lo que sea en lo
temporal. Lo que es preciso comprender es que la presencia del impulso es
compatible con la presencia del Ser, en tanto que la presencia de la aspiración
temporal es incompatible. Pues el impulso es una tendencia limitada que,
partiendo en la dirección del absoluto, se detiene antes de haber equivocado su
ruta. Al contrario, la aspiración temporal es una tendencia ilimitada que,
comenzando en la dirección del absoluto, describe una parábola y cae a cero.
La presencia del Ser – ya lo hemos dicho – es la imparcialidad delante de mi
combate contra el mundo. Pero la aspiración temporal supone la parcialidad
porque el carácter ilimitado de esta tendencia le viene de la potencialidad
infinita que ella roba al pensamiento adormecido. Ella es entonces incompatible
con la presencia total imparcial. Cuando yo estoy totalmente presente, acepto
por igual mi tendencia y el mundo-obstáculo. Es diferente cuando mi tendencia
está constituida precisamente por una negación del obstáculo del mundo. Pero si
la aspiración temporal es incompatible con la presencia total, es, sin embargo,
gracias a ella que puedo encontrar esta presencia. Pues el pensamiento puro,
adormecido al nacimiento, no puede despertarse más que cuando le ha sido robada
su potencialidad absoluta. Es entonces cuando ese robo, suscitando el instinto
de muerte, habrá puesto todo mi ser en peligro, y yo lucharé por recuperar mi
potencialidad absoluta de la iniciativa usurpadora del mundo.
Es trabajando sobre mis aspiraciones temporales, es reduciendo – gracias a mi
comprensión – sus manifestaciones a la simplicidad de los impulsos subyacentes,
que yo puedo liberar la potencialidad absoluta usurpada y alcanzar mi Ser. La
satisfacción de los impulsos no lleva por sí misma al Ser total, sino solamente
si es preferida inteligentemente a las aspiraciones temporales que se fundan en
ella. Y la obtención del Ser total tiene tanta más posibilidad de efectuarse si
la aspiración temporal abandonada era intensa. La angustia que yo siento cuando
renuncio a satisfacer mi aspiración temporal mide el grado de mi necesidad de
absoluto y mi posibilidad de colmarla. Yo siento la angustia de la divinidad
ausente. Me siento tentado a rechazar el impulso y – si la manifestación
positiva de la aspiración temporal es imposible – a permanecer en una angustia
que es todavía una manifestación, pero negativa, de esta aspiración temporal.
Gozar simplemente de la vida pasional según las modalidades correspondientes a
mi naturaleza temporal no es fácil de consentir para quien ha conocido la
vibración violenta, el gusto intenso de la aspiración temporal.
La vida pasional es más bien insípida y yo no puedo consentir en ella más que
gracias a la certidumbre intelectual – si es que actúo así – de llegar a poseer
la maravilla que la aspiración me ha hecho entrever. Siempre que esta
certidumbre intelectual alcance una fuerza suficiente para engendrar a
continuación la esperanza y el amor de lo que me espera en esta vida. Examinemos
un momento la angustia sentida ante el abandono de la satisfacción de la
aspiración temporal. Es la que yo experimentaba cuando mi pasión estaba
amenazada por cualquier obstáculo, es el terror de perder una ilusión
divinizante, de recaer en este mundo sin Dios del que mi pasión me había
ilusoriamente sacado.
Ella puede ser tan intensa que yo rechace este renunciamiento. Si mi
comprensión es tan grande como para hacerme renunciar a ella, esto no impide la
angustia. Arriesgo entonces el complacerme en ella, porque ella es todavía una
manifestación ilusoriamente divinizante – en modo negativo – de mi aspiración
temporal. Por lo tanto, esta manifestación negativa debe ser abandonada tanto
como la positiva. Ésta angustia no es directamente utilizable para mi
realización; ella me impulsa a rehusar la vida pasional ordinaria. La actitud en
la que ella me coloca hace reaparecer el instinto de muerte. Su utilidad desde
el punto de vista de mi realización reside solamente, de una manera indirecta,
en la advertencia temible y salvadora que ella constituye, en el pavor orgánico
que ella provoca en mí y en la apertura que me trae a continuación una
comprensión más profunda.
Pero, a la inversa de otra angustia que veremos en seguida, no es
directamente utilizable y yo debo esforzarme en liquidarla. Por esto, me es
preciso evitar la trampa del enojo, del confinamiento en una angustia que me
diviniza al revés. Me es preciso aceptar mi vida pasional simple, abandonando mi
complejo de castración, aceptar naturalmente la dicha temporal. Si yo franqueo
esta etapa alcanzo una condición donde me será posible conocer una nueva
angustia totalmente diferente de la primera, y que esta vez me introduce en el
dominio del Ser. Esta angustia no será ya el terror de perder una ilusión
divinizante, sino el sufrimiento de no encontrar mi verdadera esencia divina en
la expansión de mi naturaleza temporal. Esta angustia no vendrá por sí misma,
provocada automáticamente por tales circunstancias temporales. En efecto, la
saciedad de la vida pasional engendra el aburrimiento y aun la desesperación,
pero no la angustia realizante, porque el hombre que está en este estado sufre
de una ausencia, pero de la ausencia de una cosa de la cual no encara la
existencia. No basta que la vida pasional plenamente vivida defraude la
necesidad de ser absolutamente que tiene el hombre. Es preciso que esta
decepción sea interpretada correctamente.
Esta interpretación no es posible sino cuando – en el curso del juego de las
pasiones que se satisfacen – yo tiendo al mismo tiempo que hacia mi fin
temporal, hacia un fin intemporal consciente que mi impulso no satisface. La
angustia realizante no es una angustia automática, sino una angustia que yo debo
merecer conscientemente por un trabajo especial. Ella no me es dada, no es el
resultado de un problema a resolver, sino el resultado largamente perseguido y
difícilmente obtenido de un trabajo persistente. Este trabajo se hace en el
curso de la vida, pero, aunque él es sin cesar paralelo a la vida temporal
pasional – sin la cual no es imaginable – no está mezclado a ella y permanece
siempre interior.
El primer trabajo del cual hemos hablado, aquél por el cual yo autorizo a las
pasiones simples por sobre las aspiraciones temporales, se efectúa en el plano
temporal: él apunta a una modificación de mi manifestación. Pero este nuevo
trabajo del que hablamos ahora no produce una modificación de ningún modo y
permanece perfectamente invisible desde el exterior. El trabajo interior
consiste en tender lo más constante e intensamente posible hacia la realidad
absoluta que la satisfacción de mis aspiraciones temporales me ha hecho
presentir, y de la que he comprendido que sobrepasa infinitamente la realidad de
lo temporal. En el curso de las alegrías de la pasión, he sentido muy bien que
la realidad que entreveía sobrepasaba infinitamente el objeto temporal de mi
pasión. He sentido que se trataba de una realidad cósmica inmensa que existía
independientemente del objeto temporal particular y vis-a-vis de la cual el
objeto temporal no era para mí más que una especie de plataforma contingente de
observación.
La pasión no me ha conducido a este dominio sobrenatural, pero ella me ha
hecho experimentar su existencia, ella me ha dado la certidumbre. Yo debo tener
ahora el coraje inteligente de renunciar a la plataforma de observación y al
éxtasis ilusorio que encontraba allí. Renunciando a los reflejos exteriores de
esta luz, debo volver mi mirada hacia el centro de mí, y allí donde yo no veo
todavía sino oscuridad, conjurar por una aspiración ferviente la fuente luminosa
misma que yo sé que está virtualmente presente. Esta aspiración debe hacerse en
el curso mismo de la vida pasional ordinaria. Se podría objetar que esto va a
desviar mi atención de la vida temporal. Pero no es así, La atención que yo doy
a la realidad absoluta no es quitada a la atención temporal. Se trata del
despertar de un excedente de atención que dormía, que no estaba en el temporal,
y donde este despertar no disminuye en nada la atención temporal.
Es importante comprender la relación exacta de estas dos atenciones. La
atención temporal es a la atención absoluta lo que el aspecto temporal del
hombre es a su Ser total, lo que la necesidad de ser temporalmente es a la
necesidad de ser absolutamente. Las dos atenciones no son divergentes. La
atención absoluta prolonga infinitamente la atención temporal sin continuarla en
su juego. Una comparación bastante trivial ayudará a comprender esto. Si yo
recojo flores para ofrecerlas a alguien, la consciencia que tengo al coger las
flores del fin al cual las destino, no me hace distraerme de los gestos que
estoy efectuando, pongo atención a la vez al tallo que corto y al sentido lejano
de la acción que realizo. La atención que presto a la realidad absoluta no es
robada a la atención temporal. Sin embargo, mi estado de atención total va a
modificar el juego de mi atención anterior puramente temporal. En efecto, el
excedente de atención que no puede emplearse en el objeto temporal inmediato con
el cual estoy en contacto en ese instante, se empleará en el temporal de otra
manera.
Al estar el Ser dormido y, por lo tanto, sin dirigir mi atención, hacía que
ella se gastara imaginativamente en los objetos temporales con los cuales no
estaba en contacto inmediato en el instante. Ella se evadía de la prisión
estrecha del instante y vagabundeaba en la extensión del pasado y del porvenir.
Esto nos hace comprender cómo juega la atención total cuando el Ser está
despierto. Ella no considera en el plano temporal más que mi situación temporal
actualmente presente, y todo el resto, liberado por esta limitación voluntaria,
se lanza por su naturaleza misma hacia una percepción absoluta que ella atrae y
conjura en la oscuridad. Nosotros decimos: por su naturaleza misma. Y en efecto,
sería inútil y aun erróneo querer encontrar un objeto cualquiera sobre el cual
pudiera fijarse esta atención absoluta. Este objeto no es definible, concebible
por mí hoy día. Si yo tentara de encontrar uno, caería en una disociación
puramente temporal e instalaría en mí una idea fija. Basta que limite mi
atención al temporal presente en el instante y que libere por eso todo lo que de
mi atención no sabría emplearse allí.
Este excedente virtualmente infinito, así desprendido de la prisión temporal,
encontrará solo su vía. Él utilizará esta vez todavía mi imaginación, pero ésta
trabajará entonces según el modo de pura evocación de mi material psíquico
acumulado. Importa entonces – y con esto basta – que yo comprenda y efectúe la
modalidad de atención temporal que corresponde al despertar y al juego de la
atención total. Esta atención temporal restaurada en su justa modalidad,
reintegrada en la atención total, se limita a mi situación temporal actualmente
presente. Esto es mucho más que el objeto temporal que esté en ese momento en mi
percepción sensorial y mental. Es este objeto, pero considerado en sus
conexiones con toda mi vida temporal, es decir, con todos los fines temporales
hacia los cuales yo tiendo.
La atención ordinaria que doy al mundo cuando no hago ningún esfuerzo
especial está como pegada al objeto inmediato. Estoy perdido, identificado con
lo que hago sin ser consciente de la razón que determina mi acción. Olvido lo
que tengo en vista más allá de mi acción. A menudo tengo consciencia de un fin
temporal hacia el cual va dirigida mi acción, pero es un fin muy próximo del
cual olvido que es sólo un medio hacia otro fin más alejado. Sin esfuerzo
especial, soy como miope, con la mirada fija sobre mi acción. Si vivo en la
duración por la imaginación vagabunda, casi no vivo allí en la realidad
temporal. Al contrario, si restablezco mi atención temporal según el modo
correspondiente al juego de la atención total en el que yo me despego de alguna
manera de mi acción – viéndola desde más alto – entonces soy consciente, no sólo
del objeto particular próximo, sino del objeto temporal más general y más lejano
hacia el cual tiende mi acción actual.
En suma, mi atención es tanto mejor, desde el punto de vista del Ser, cuanto
más consciente soy de que lo que hago es justo – apropiado a las circunstancias
– y de las razones por las cuales estoy en camino de actuar así. He dicho que mi
atención temporal debía limitarse a mi condición temporal actual; pero esto no
es decir que ella deba detenerse pronto y a la medida de mi pereza. Quiere decir
que ella debe impulsarse en mi vida temporal tan lejos como le sea necesario
para reencontrar sus límites reales, los que me impone en realidad mi condición
temporal. Ella no debe detenerse hasta no haber agotado todo el curso que mi
condición temporal le permite y, si esto es necesariamente limitado, está lejos
de ser poca cosa. Es fácil constatar con qué inmensa pereza repugnamos guardar
en el campo de nuestra consciencia la extensión tan completa como sea posible de
nuestra vida temporal.
Cuando se trata de una acción nueva, me siento obligado entonces a considerar
en una cierta medida las conexiones que ligan esta acción al resto de mi vida, a
mi porvenir temporal. Pero, desde que la acción se repite, ya no estoy obligado
a considerar sus razones de existir. Entonces ella se automatiza, es decir, la
atención que pongo allí disminuye de más en más hasta tender hacia un mínimum
que bien a menudo es cero. Yo hago lo que sea, sin ser del todo consciente de
las razones que tengo para hacerlo.
El automatismo es un verdadero dormir de la atención real, un dormir en el
curso del cual yo sueño en la imaginación vagabunda. El automatismo del que yo
hablo no es el automatismo corporal o mental de ejecución, el cual es necesario
y bienhechor. Aquel del que hablo es el olvido, la inconsciencia de mis móviles,
es decir, la pérdida de vista del plan general de la modificación temporal hacia
la cual tiende mi vida pasional. Es un estado donde ceso de abarcar el conjunto
de mi vida temporal y donde, por negligencia de ir hasta los limites reales de
mi condición temporal, no acepto estos limites y no puedo efectuar la atención
total que supone esta aceptación. Cuando soy consciente de los móviles de esto
que hago, cuando estoy consciente de mi acción en tanto que ella está realmente
inserta en el conjunto de mi vida temporal, toda aquella parte de mi atención
que no está encerrada en los limites de mi situación temporal se lanza hacia una
percepción absoluta que ella demanda y suscita. Pero esta percepción absoluta va
a tener un aspecto en el plano temporal, ella va a corresponder a ciertas
percepciones temporales.
Si ejercito la atención voluntaria, me doy cuenta de que no percibo solamente
lo que concierne directamente a mis acciones y sus móviles. No percibo sólo lo
que debo percibir para llevar a término lo que deseo. Al mismo tiempo percibo en
el mundo que me rodea, cosas que no tienen para mi deseo ninguna utilidad, o
bien cosas que observo de una manera desinteresada. Estas percepciones que me
ligan a objetos de los que soy efectivamente distinto – puesto que están al
margen de mis deseos a los cuales soy atento – corresponden a un contacto real,
a una participación real con el mundo. Puedo unirme realmente con lo que percibo
fuera de los limites de mi vida pasional, y esto es posible porque he llegado ,
por mi esfuerzo de atención voluntaria, hasta los límites de esta vida afectiva
que abarco enteramente en mi consciencia bajo el ángulo de mi acción actual.
Volvamos todavía sobre la modalidad de atención temporal que corresponde a la
atención total. He dicho que debía ser consciente no solamente de lo que estoy
en vías de hacer, sino además de las razones por las cuales actúo y que – por
intermedio de estas razones – debo ser consciente de mi acción en tanto que ella
se inserta en la totalidad de mi vida temporal. Pero estas razones – cuando las
persigo hasta el fin – veo que ellas terminan siempre en la afirmación de mí en
tanto que estoy en el mundo, a la afirmación de mi aspecto temporal. Cada uno de
mis impulsos tiende a querer mi vida. En cambio, mis aspiraciones temporales no
tienden hacia mi vida temporal. Ellas no la aman, ellas no la aceptan; pero
todos mis impulsos aceptan, quieren, aman la vida a través de todos los objetos
que yo amo o detesto. Ser consciente de mis impulsos es, pues, estar consciente
– bajo la circunstancia particular en que estoy – del amor incondicionado que
tengo de mi vida, de la adhesión que le presto con todas las fuerzas que hay en
mí. Es percibir – bajo los objetos particulares que me revelan mis sentidos – el
objeto total que los contiene todos y les da su justa perspectiva: mi vida.
Tomemos un ejemplo. Estoy privado de la presencia de un ser que amo, y
sufro. Si permanezco interiormente dormido, mi atención queda adherida a esta
circunstancia particular y mi imaginación teje sin cesar variaciones dolorosas.
Un solo objeto está en el campo de mi consciencia, ese ser ausente, y yo no
tengo nada donde apoyar mi afirmación de mí. Busco en vano este punto de apoyo,
me hundo, tengo miedo, desespero. Pero si interiormente me despierto, entonces
mi atención se desplaza de la circunstancia particular. Ella no la pierde de
vista, pero, la contempla como a distancia, en otra perspectiva, abarcando la
totalidad instantánea de mi vida, de mi situación en el mundo. Ella percibe no
solamente el contenido de mi situación sino su continente. Esto es que yo estoy
en el mundo en este instante y que estoy aquí por intermedio de mi sufrimiento
actual. Entonces mi sufrimiento deja de ser sólo una falta, una ausencia.
Saliendo del plano inferior donde él estaba afectado del signo menos, se integra
en un volumen donde no reina la bipolaridad, donde todo es afirmación. Cuando lo
veo así, me afirmo en él. En tanto que él es la sustancia actual de mi vida, él
me es un punto de apoyo legítimo y eficaz.
Se ve que una tal atención no constituye una disociación, más bien al
contrario, una síntesis. Es la atención pasiva ordinaria la que es una
disociación. Mi presencia está pegada a la circunstancia particular
acompañándose, a causa de mi ausencia a mi vida total, de representaciones
imaginarias que me niegan al instante presente. No hay allí entonces disociación
de todas mis potencias actuales, sino al contrario, una síntesis de estas
potencias. Pero esa síntesis produce en mí una disociación de otro orden. Se
trata de la diferencia que existe entre el estado de realización donde estoy
actualmente y el estado – que yo concibo más o menos intensamente – donde yo
debería estar para cumplir mi verdadero destino infinito. Pues, cuando yo soy
consciente de la totalidad instantánea de mi vida temporal, cuando yo ocupo toda
su extensión hasta sus límites que yo siento y acepto, el excedente de mi
atención, liberado, se lanza, en alas de la imaginación creadora, hacia mi fin
absoluto. Supera así mi realización presente, haciéndome sentir la insuficiencia
de esta realización.
Mientras más voy por esa vía, más estoy adaptado y dichoso en mi vida
temporal, y más, al mismo tiempo, siento la desdicha de haber realizado tan poco
de mi Ser total. Alejándome de mi angustia de muerte debida a mi no aceptación
de mi condición temporal, yo progreso en mi angustia de vida que no puede ser
calmada por la conquista de la totalidad de mi vida temporal. Ella no sería
suficiente para compensarme. Y esta angustia de una clase totalmente nueva debe
profundizarse poco a poco hasta que se produzca la iluminación, lo que el
budismo Zen llama el Satori o apertura del tercer ojo. Hubert Benoit.